Todavía mejor que un estreno, más entregada y emocionante, suele ser la función de despedida. Lo sabe cualquier aficionado al teatro. Pitingo viene a Barcelona para decir adiós. O mejor dicho, hasta la vista. Con un concierto que promete ser gloria bendita. Nada menos que en la Basílica de Santa María del Mar de Barcelona; o la Catedral del Mar, como hoy casi más se la conoce.

La soulería palpitando entre piedra secular (como delicia del Festival Mil·lenni). Y también los villancicos, tanto internacionales como puramente flamencos, que no pueden faltar en una fecha como el 17 de diciembre. Porque Pitingo viene también a felicitarnos la Navidad.

Viene y se va. A vivir con su familia a Punta Cana. Y de paso reforzar la conexión que siempre ha mantenido con la música afroamericana. Si gran parte del arte flamenco se ha moldeado en la fragua, Pitingo lleva por espada una imbatible aleación. El flamenco que le acunó y el soul que aprendió en grupos góspel antes de darse a conocer. Cuando Antonio Manuel Álvarez Vélez, como dice su dni, dejó Huelva para probar fortuna mientras trabajaba acarreando maletas en el aeropuerto de Barajas. Enrique Morente fue de los primeros en fijarse en él. Y mucho antes de convertirse en estrella mediática con versiones de clásicos anglosajones, demostró su precoz dominio del cante jondo.

Se instalará en República Dominicana pero no precisamente a descansar. En Miami le espera nada menos que el productor Rudy Pérez (cuyo currículum es en sí mismo todo un Paseo de la Fama) para trabajar con el compositor vivo más inapelablemente grande de habla hispana. El mismísimo Manuel Alejandro. Jerezano universal y maestro de maestros donde los haya.

Le espera también una gira tanto por EEUU como gran parte de Latinoamérica. Pero antes, podremos verle con el espectacular grupo que le acompaña, ese que aúna el cuadro flamenco con el coro góspel. O lo que antes se conocía como ‘espiritual’. Entre los sagrados muros de Santa María del Mar.

Luis Troquel